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Un karaoke en Osaka

Artículo del fotógrafo y editor gráfico Txema Rodríguez para la revista del 10º aniversario de Nomepierdoniuna.
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Llevo un tiempo en un país en el que el váter te saluda cuando te sientas en la taza. Y me pregunto si eso es cultura mientras medito sobre qué contar en estas líneas que tan amablemente me han ofrecido. Porque cuando vives en un lugar con hábitos, usos y lengua tan distintos al tuyo te preguntas, supongo que es una comparación inevitable, cómo es posible tanta diferencia entre seres humanos y si son esas distancias las que dan forma a nuestras relaciones. Lo cierto es que llamamos cultura a cualquier cosa, lo mismo sirve para justificar que un grupo de maduritos en crisis queden los fines de semana para dar paseos en moto que para disfrazarse de oso panda y circular en kart por las calles de Tokio. Poco hay que nos pueda ya sorprender más allá de tomar una fotografía con el móvil y guardar el momento como un nuevo cromo que compartir con nuestras amistades. Somos desde hace tiempo público y protagonistas a  la vez, exhibicionistas impúdicos,  adictos a las pequeñas dosis de dopamina que libera nuestro cerebro cada vez que alguien indica que le gusta la última de nuestras ocurrencias sociales. Tal vez eso también sea cultura, pero prefiero relacionarme con las personas pudiendo mirar su cara.

Hace unos días acabé en un bar destartalado de Osaka, en el barrio de Shinsekai. Hay tantos que llevaría días describir cada uno. En él un grupo de ocho jubilados se tomaban unas cervezas y cantaban en un karaoke que educadamente se iban pasando tras ir solicitando la canción en un sofisticado y mugriento dispositivo electrónico-táctil en el que (olvidé comprobarlo) a buen seguro se hallaban disponibles hasta las tonadillas del Fary. Todos me hacían reverencias, incluidas las dos mujeres que atendían la barra, no sé si admirados por mi valor o por mi falta de prejuicios. A mi lado un señor adorable cantaba con buena entonación algo que parecía flamenco pero era un género que podríamos llamar “canción japonesa”. Al terminar, una vez recibidos los aplausos de sus colegas (aquí la clientela de los bares suele ser fija) decidió adoptarme. Primero recogió la toallita (en este país todos llevan una) que había dejado sobre la barra de cualquier manera y la dobló con cuidado exquisito para dejarla a mi lado son una sonrisa delicada. Luego me sirvió cerveza sujetando la botella con el cuidado de una geisha mientras realizaba una graciosa reverencia con la cabeza. Porque aunque me tengo por listo a veces mi ignorancia es enorme y ese hombre, en ese lugar, de aquel modo, sin una sola palabra, me había enseñado dos conceptos que para ellos son muy importantes. Luego seguimos bebiendo y cantando, incluso hicieron una tortilla francesa en mi honor. Pienso a menudo en esos gestos y ahora sé que en este país uno no se sirve la bebida sino que llena la copa de su acompañante como invitación a que él haga lo mismo con la propia. Aprendemos y nos hacemos mejores personas. Quizás eso también sea cultura.

Txema Rodríguez es fotógrafo y editor gráfico.

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