De vez en cuando, muy de vez en cuando, logro abrir un frasco después de que todos en casa lo intentaran antes sin conseguirlo. Es lo más cerca que estaré de ser mi padre.
No sabemos ser padres. Ser padres no sabemos muy bien qué es. Tenemos hijos, pero tener hijos no es lo mismo que ser padres. Durante un tiempo pensé que al tener un hijo me convertiría en padre y de manera automática sabría hacer un montón de cosas de esas que saben hacer los padres, los classic padres. Esto es: cambiar una rueda del coche, colgar un cuadro en casa o preparar una paella para veinte. Pero tuve un hijo y luego otro, estoy más cerca de los cuarenta que de los treinta, y sigo sin saber hacer ninguna de esas cosas que saben hacer los padres, los classic padres.
Ayer por ejemplo bajé al parking porque leí en Twitter que había que arrancar el coche para que no se fastidiara la batería, después de este primer mes de confinamiento. Algo así. Todo lo que sé de mi coche es que es de color gris. La marca y el modelo los recuerdo porque lo pone en la parte de atrás. Bajé pensando qué haría si no funcionara la batería. Por supuesto: llamar a mi padre. Eso es lo que haría.
La batería funcionó y está bien que algo funcione todavía. Cuando empezó lo de quedarnos en casa, traté de buscar algo positivo. Por fin tendría tiempo, pensé, para leer todos esos libros que un día compré y nunca he leído, para escuchar todos esos discos que un día compré y ya no recuerdo haber oído. Si no hubiera comprado todos esos libros y todos esos discos, pensé también, ahora tendría todo ese dinero para comprar otros libros que nunca leería y otros discos que pronto olvidaría. Evidentemente no he escuchado ninguno y no he leído apenas estos días.
Pero al principio algo nos tuvo entretenidos. Observé que mi amigo Kike preguntaba en Instagram, encuesta mediante, sobre gustos musicales, y utilicé a mis hijos para hacer algo parecido. Cada día y desde mi cuenta, Delia, de ocho años, y Teo, de tres, posaban con un par de discos y la gente votaba y elegía su favorito. El plan debía ser algo similar a un viaje iniciático a la mejor música e incluía la escucha posterior de alguna canción, pero eso solo duró un par de días. Pronto mis hijos se aburrieron del tema, así que tuve que empezar a sobornarlos para que accedieran a hacerse fotos. A la segunda semana, para rematar, ya no había chantaje que valiera. Pasó lo inevitable, pasó lo que tenía que pasar. La regla número uno de ser hijo ordena llevar la contraria al padre. Diría que ya odian los discos, en especial el shoegaze y el postrock, y casi la música.
No sabemos ser padres. Queremos ser sus amigos pero ellos ya tienen sus amigos. Es algo que por ahí no te explican. Mi hijo ya no sabe cómo decirme que pasa de mis discos. Está a sus cosas, sus peleas, sus movidas. La otra tarde se me acercó, se sacó la chorra y hablaba con ella como si fuera un gusanito. Acto seguido pidió prestada la mía, accedí -qué iba a hacer si no- e inició un diálogo de pollas poniendo voces y haciendo gestitos. Teo improvisó una obra de teatro bastante mejorable, pero con giros entretenidos. Fue de veras mágico: mientras el mundo seguía girando en su gravedad ahí estábamos los dos, tirados en la cama padre e hijo, con los pantalones por la rodilla. No sé si volveremos a compartir un momento tan bonito. Resulta que ser padre era esto, ni frascos ni discos: ser padre es un teatro con pollas-títere. Eso por ahí no te lo explican.
