Teatro y danza

El grial es la palabra

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Pasa de provocar la hilaridad absoluta a la reflexión más profunda. A veces lo hace en una progresión imperceptible. Y la mayoría en un abrir y cerrar de ojos. Pero todo casa. Nunca descabalga. Y además es divertidísimo. Tiene poderes. Por eso le llaman El Brujo.

No sé qué palabras utilizar, no sé cómo explicar lo que presencié anoche en el Teatro Principal de Castellón, pero necesito hacerlo. Casi como agradecimiento. Recuerdo que tuve un profesor en el Instituto, que era manco y nos hizo leer la primera parte del Quijote, que dedicó una clase entera a intentar explicarnos -a quinceañeros con acné y las hormonas en plena secreción- qué era la experiencia estética y la catarsis. También lo intentó años después, ante una audiencia más predispuesta, una profesora de la carrera. Porque la predisposición puede tener mucho que ver; aunque también por exceso de expectativas acaban defraudando muchos espectáculos. A lo largo de los años y gracias a determinados conciertos, películas y obras de teatro he ido entendiendo el significado de esos dos conceptos. O eso creía. Porque lo que ayer provocó El Brujo clava la definición de catarsis, en su acepción de purificación interior ante un espectáculo.

Uno se esperaba un monólogo con una excelente interpretación de diálogos entre Don Quijote y Sancho Panza, con pinceladas de humor y de actualidad, y que también invitara a la reflexión. Pero es que ‘Los misterios del Quijote o el ingenioso caballero de la Palabra’ es un Dragon Khan de emociones, pero sin necesidad de cerrar los ojos. Como decía la crítica de Javier Vallejo que cité ayer, Rafael Álvarez logra que el espectador se sienta como en casa de un amigo. Haciendo guasa de todo. De la presunta lectura generalizada del Quijote, de sus interpretaciones, sus clichés y su autoría, recreando el trote de Rocinante, pero también de lo más cotidiano... ¡hasta relatando una surrealista escena de cama entre Zapatero y Sonsoles! Y cuando te tiene partiéndote de risa en la butaca, sin darte cuenta, sin saber cómo, te cuela la rerpresentación de la escena en la que el Quijote pretende ser armado caballero por un ventero en una casa de citas. Con decenas de registros de interpretación distintos, intercalados, superpuestos, pero sin perder en ningún momento el hilo.

La mezcla que produce la misteriosa ambientación del escenario con sólo cinco cirios sobre un cuadrilátero de arena y su vestimenta sefardí, por un lado, y la línea aparentemente caótica del argumento del monólogo, repleto de luces y sombras, por otro, convierten a la obra en una liturgia. Una liturgia que El Brujo utiliza para exponer su alocada tesis: que el Quijote no lo escribió Cervantes hace 400 años, sino unas décadas antes cinco juglares nómadas (de ahí las cinco velas) pertenecientes una secta que quería aunar las tres religiones: la cristiana, la musulmana y la judía. Y, es más, que tenía su origen en la tradición oral, de manera que el clásico entre los clásicos de la literatura en español sería una especie de Biblia para la fusión de religiones.

Una enorme metáfora que le sirve a El Brujo para fabular con que su padre le contaba capítulos enteros del Quijote siguiendo esa tradición oral, pero también para concluir la representación con un consejo (hay que contar historias a nuestros hijos inventando el argumento sobre la marcha) y su mensaje final: “El grial es la palabra”. Para recordar.

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