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Bowie. Canciones tan grandes como la vida misma

Bowie, "Look up here, I'm in heaven". Foto: Mick Rock (Taschen).

El pasado viernes se publicaba Blackstar el último album de David Bowie y, al igual que el anterior trabajo, The Next Day lo hacía el día de su cumpleaños. Tal era mi ilusión por disfrutar de las nuevas canciones que a las doce de la noche del día 7 de enero ya estaba refrescando mi cuenta de Spotify. No, no me tengo por un fanático de Bowie, nunca le he reído todas las gracias. De hecho, hubo momentos en que dejó de interesarme su propuesta musical: con los genios suele pasar que te vuelves muy exigente y, una vez te han dado a probar las mieles de los dioses, es muy difícil conformarte con cualquier otra cosa.

Tengo que admitir que su muerte me ha dejado muy tocado, sus canciones me han acompañado cual banda sonora vital a lo largo de los años. Incluso en aquellos momentos en que flojeaba su inspiración yo regresaba a los viejos clásicos para acompañar mis vivencias de unas canciones, como dicen los anglosajones, "tan grandes como la vida misma".

Porque Bowie era eso, ante todo. Él demostraba una y otra vez que la cuerda aún se podía tensar un poco más y que, encima, se podía hacer con ingenio, calidad y, sobre todo, honestidad. Sí amigos, honestidad, extraña palabra en este mundo donde parece derrumbarse todo aquello hasta ahora falsamente establecido.

No creo que hoy sea el dia de analizar sus creaciones, sino el de ensalzar su tesón y valentía a la hora de mantenerse erguido y fiel a sus principios. Ser sensibles a las expresiones artísticas es lo que nos diferencia a los humanos del resto de seres vivos que habitan este fascinante planeta y, si una cosa caracterizaba a Bowie, es que era diferente, arriesgado y, sobre todo, inspirador.

Curiosamente, hoy no paran de pasar imágenes por mi mente como si de un recurrente flashback se tratara y me veo ahí, con 10 añitos, mirando embobado la portada de Scary Monsters mientras escucho "Ashes to ashes"; o 5 años después despertándome todos los santos días con "Aladdin Sane" como empuje necesario para ir al instituto. O en el 87, con 17 años, apuntándome al autobús que habían organizado la gente de L'Ovella Negra para disfrutar de su primer concierto en España y escuchar "Time" en los bises sin preocuparme de si en ese momento caía un gigantesco meteorito sobre el Miniestadi de la Ciudad Condal.

Rememorar todas las canciones de Bowie que van ligadas a momentos crepusculares de mi vida sería tan difícil como negar la frustración que me producía oír su etapa Tim Machine o el innecesario aliño drum'n'bass de Trent Reznor en los 90; por no hablar de sus propuestas a medio gas de finales de los 80 y principios de 2000. Como la esperanza es lo último que se pierde, ahí llegaron "Where are we now?" o "Blackstar", canciones a la altura de cualquier obra maestra anterior y que me llevaron a fantasear con un Bowie iluminado, que a la vejez iba a proporcionarnos otro buen puñado de melodías imprescindibles. Pero no, eso ya no será así.

Bowie ha decidido saltar de nube en nube mientras baila eternamente "Stay" con el garbo con que lo hacia en el programa de Dinah Shore en 1976.

Entender ahora que titular una canción y hacer un video como "Lazarus" han sido gestados por un hombre que sabia que en breve iba a morir te hace tragar saliva, guardar silencio y, al mismo tiempo, arrodillarte de admiración ante semejante demostración de arte. Porque eso era y será David Bowie, uno de los más grandes artistas de la historia, mucho más grande de lo que su desmesurado ego le hizo creer en vida. Cuando pienso que ya no habrá nuevas canciones nunca más me sobreviene una sensación, como mínimo, de tristeza y desconcierto.

*Pascual Arnal es diseñador gráfico, artista, comisario y productor musical. Entre otros proyectos, ha sido artífice de Les Deesses Mortes, la muestra de creatividad TEST de Vila-real y ha participado en la producción de los dos primeros discos de Sánchez.