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La Balsa de la Medusa

La, hasta hace poco, cita musical por excelencia de este país, de un tiempo a esta parte no gana para sustos, ni sus organizadores ni el atónito público en busca de refrescantes experiencias musicales. Posiblemente la edición de este año haya sido la más raruna por esa extraña sensación de deriva hacia recovecos y sorpresas inauditas. Este artículo de opinión en plan coña marinera trata con desenfado y sorna un tema que si nos ponemos serios no tendría ni pizca de gracia. El FIB, si exceptuamos a MIA, Tame Impala, El Último Vecino y pocas cosas más, merecía otro 20º aniversario.
  
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Público, en la primera jornada del FIB 2014. Foto: Carme Ripollès (ACF).

Otro año el FIB y ya van unos cuántos. De hecho, me pareció ver que se vendían camisetas con un número 20, pero sería un error, de cumplir 20 años lo hubieran festejado, ¿no? Bien, vamos a lo que importa.

En verdad esta era la edición del "que me lo quitan de las manos", no por la calidad sino por lo barato de la propuesta. De hecho, la tarde del sábado en los típicos corrillos de pajareo, ya se tenía claro que lo de Alemania con Brasil no era nada comparado con la que Tame Impala habían propinado a cualquier propuesta mínimamente decente que campara por el festival. Los australianos no han inventado nada nuevo, pero es que además de buenas canciones ofrecen un directo creíble y sin fisuras. Para colmo, lo segundo más comentado a esas alturas de la cita musical era un fenómeno atmosférico consistente en la condensación de vapor de agua que los poetas llaman lluvia.

Con semejante hit parade y viendo que la cosa iba en plan lánguido, decidí dedicarme a deambular por el Museo de Cera que parecía proponer Benicàssim para el fin de semana a base de logradas reproducciones de James, Charlatans, Manic Street Preachers, Travis, The Presidents of U.S.… Todos ellos actores principales en su papel de desertores alistados otra vez al ejército de fans de la serie "Aquellos maravillosos años". De esta camada sólo se salvaban Cat Power y Paul Weller, más que nada porque aún se creen lo que hacen pese a su extraño aspecto físico. Chan Marshall vino sin photoshop; lo del preocupante bronceado estilo Marc Ostarcevic del británico es digno de estudio de cualquier universidad.

Ahora, el premio gordo se lo llevó el escenario Maravillas en su función vespertina del sábado. ¡Claro que sí!, una vez puestos a no parar de preguntarse qué demonios le está pasando a este festival, como respuesta te sueltan un par de shows dignos de cualquier tour veraniego de emisora dance. Primero Kate B con un espectáculo digno de "Noche de Fiesta" de José Luis Moreno, bailarinas incluidas, y a la zaga Lily Allen vendiendo boletos de superficialidad choni en un decorado-tómbola no recomendado para interioristas en sus cabales.

El Último Vecino. Foto: FIB.

"Slowly goes the night" cantaba hace años Nick Cave. ¡Ay Nicolás!, pero si una vez estuviste actuando en este mismo recinto que ahora mancillan estribillos rastreros. Así pasaba la noche del sábado, lenta y aburrida, hasta que fui a ver a esa extraña criatura llamada El Último Vecino, que lidera de forma vehemente Gerard Alegre Dòria, implacable frontman al cual parece importarle una mierda todo lo que no sea su personal cruzada de synth-pop de crudo desamor surreal. Con un repertorio instalado en los primeros 80's made in Spain, su primer disco es una de esas joyas que a primera escucha te entra el sonrojo y la vergüenza torera hasta que lo oyes un par de veces más y empiezas a tejer una serie de ridículas autoexplicaciones en plan María Dolores de Cospedal de porqué esas canciones te tienen severamente atrapado. Con un directo justito, a mitad recital empezó a sonar "Moscas aulladoras, perros silenciosos" versión de un temazo de Los Rápidos popularizado por Los Burros de Manolo García; sí, ese señor que una vez estuvo vivo y que desde hace años se repite más que las fotos de embarcaderos en las revistas para sentirse bien. Y en ese momento, sólo en ese momento lo entendí todo, aquello no era un festival en 2014, aquello era un auténtico revival de absolutamente cualquier cosa. La frescura y la sorpresa brillaban por su ausencia y la sensación de estar en una especie de bucle músico-temporal me hizo por un momento dudar de en qué milenio me encontraba. Para ratificar mi teoría sólo había que fijarse en las canciones que vomitaban los altavoces entre concierto y concierto. A saber: The Sonics, The 13th Floor Elevators o pop ye-yé francés de los 60, increíble.

Y por fin llegó el domingo, el día de descanso según el todopoderoso. Y así fue pese a la verbena "especial crisis de los cuarenta" de los presidentes yankees, en el mismo escenario que Nina Nesbitt, tan guapa como mal vestida, lanzaba una tras otra canciones de comedia romántica protagonizada por Jennifer Aniston. No menos inquietante era el caso de Hozier, siempre en ese filo que le puede decantar hacia el Rufus Wainwright más empalagoso o hacia el Jamie Cullum de esmoquin. Y cuándo todo parecía perdido en un mar de refritos y obviedades, apareció M.I.A. cual bengala en la oscura noche para demostrar a público y organización que existe otra manera de hacer las cosas, que se puede ser comercial, contundente y mover conciencias al mismo tiempo que mueves las caderas. Una artista, que en cualquier otro festival del planeta no aparecería en negrita, aquí ha sido postrero trago de agua fresca en el desierto sonoro de la propuesta benicense. Señoras y señores, público selecto, llegó el momento de tomar perspectiva… O no.

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